Texto de Víctor Mora para la presentación de mi novela gráfica «El bebé verde. Infancia transexualidad y héroes del Pop» el 24 de Noviembre del 2016 en Madrid.

  • 91b0qve46elSobre las historias de vida, la herida y la luz transformadora.

    El libro El bebé verde comienza con una cita de Nietzsche, “no hablar nunca de sí mismo es una muy refinada hipocresía”

    Es muy curioso que cuando nos decidimos muchas veces a hablar sobre nosotros mismos, comenzamos la frase diciendo “yo soy”; y lo tremendamente sugerente de esta maravillosa novela gráfica de la artista Roberta Marrero, es que comienza con una incógnita sobre la identidad. Una incógnita que capta toda nuestra atención porque es la incógnita original, no dice “yo soy”, sino “necesito tiempo para saber quién soy”. La autora con esta frase de inicio, de este viaje que es “El bebé verde”, comprende que ese “yo soy” va llegando poco a poco, y que se podría entender mejor con un “yo me compongo de”, y así se propone comunicarlo. Este relato, esta novela, es intimista, es una historia de vida, y es un relato que interpela al lector de una manera muy directa y muy concreta.

    A la hora de comenzar a hablar de sí misma, la autora elabora en su novela un mapa compuesto por muchos elementos, y entre ellos tienen una importancia capital los elementos culturales. Roberta nos explica una verdad esencial sobre la cultura y la identidad, y es que los artefactos culturales (las canciones, los libros, las películas, las estrellas de ficción o no ficción, que componen ese firmamento), son sin duda los vehículos que hacen que nos planteemos preguntas sobre quiénes somos, sobre cómo queremos ser y sobre el mundo en el que estamos viviendo.

    Los elementos de la cultura que nos marcan son aquellos que nos interpelan directamente, que nos hacen cuestionar al mundo y cuestionarnos. Y es tremendamente interesante que Roberta para hablar de sí misma hable en gran medida de esos elementos culturales y esos personajes, héroes y heroínas de la cultura, que supusieron para ella ese compendio de preguntas y respuestas que comenzaban a dibujar su propio camino.

    Habla de sus hadas madrinas, de personas que encarnaban lugares de la cultura que remitían a otra realidad. Es ahí donde se comienza a vislumbrar la dirección de un viaje que en realidad ya había comenzado. Es a través del pop y el punk como referentes madre, que irán después ampliándose, como comienza este viaje.

    Esta es una cuestión central, trascendental en el libro, y es algo además de plena actualidad y que debemos también plantearnos, porque Roberta no habla del pop como un lugar homogéneo ni homogeneizador, como se pretende entender ahora en algunas ocasiones. No habla del pop como elemento representativo de una cultura popular en el sentido de “producto para una masa homogénea”, sino todo lo contrario. Ella se refiere al pop y al punk como elementos transformadores de la sociedad, como elementos que conducen y transportan personajes y figuras casi mágicas, y que tienen la capacidad de mostrar que otros caminos son posibles, que otras realidades existen y funcionan como pasos fronterizos, como puentes a otros mundos.

    Estos iconos son también transmisores de un mensaje, crean un vínculo con su sola presencia y con su significado, y nos dicen que, a pesar de lo que esa masa cultural acrítica y violenta pretende hacernos creer, no estamos solos. Nos enseñan a ampliar el imaginario, a ver más allá y a comprender que hay vida en Marte, algo que todas y todos los que de una u otra forma hemos sido el bebé verde, hemos vivido como un oasis en el desierto.

    Esta reflexión que se propone y esta selección maravillosa de elementos que se expone en el libro, sugiere que el hecho de capitalizar el pop y el punk, el hecho de convertirlos en complacientes, el hecho de convertirlos en instrumentos inofensivos, diciendo “todo es pop, todo es punk”, es una de las estrategias de ese mismo sistema que pretende hacernos invisibles, de ese mismo sistema que pretende desempoderarnos y decirnos que no hay vida en Marte.

    Los iconos, héroes y heroínas, que surgen como aliens en la vida del bebé verde a través de la cultura no son, ni mucho menos, esos pretendidos productos del pop que nos aseguran que van a reproducir que todo siga igual, no. Roberta habla de Boy George como su hada madrina, como la primera imagen reveladora de esas otras realidades que existen, que coexisten en esta. David Bowie, como adalid erotizado de la transición fluida entre las performances del género, de la posibilidad liberadora de la ambigüedad, de la ruptura de esa carcasa; Candy Darling, diosa de la Factory que nos enseñó que ser siempre una misma, cueste lo que cueste, es forma más alta de moralidad, que no importa el precio a pagar; también encontramos a Marlene Dietrich, por supuesto, que representa la sofisticación, la inteligencia y la aseveración de que las mujeres pueden y deben ser lo que quieran ser. Genesis P-Orridge que nos sigue enseñando que el género y el sexo son sólo categorías que pretenden coaccionar y controlar, y que la identidad es algo que trasciende, que fluye y que puede transformarse y escapar a toda convención, a todo control. Y también, como no podía ser de otra manera, los personajes de ficción cobran un protagonismo esencial, desde los Monsters o los Addams, como ejemplos ficcionados del buen amor, hasta el hombre de hojalata como símbolo y estandarte de los corazones rotos; figuras todas que van componiendo ese mapa de estrellas, reflexiones e imaginarios que somos cada una y cada uno al final.

    Roberta reivindica, desde esta experiencia, gráfica, de su propia historia, la importancia de ese pop transformador del mundo, de ese punk revulsivo que se opone con firmeza a lo establecido, que quiebra la norma impuesta, y presenta estos lugares como lugares de salvación, lugares de manos tendidas para todas y todos los que nos hemos sentido perplejos y perdidos en el mundo que nos decía que no íbamos a encajar, en este mundo que nos había fallado.

    Y es aquí donde surge la pregunta, ¿por qué este libro interpela de esta manera tan directa y además a lugares tan concretos? Bueno, pues lo hace, desde mi punto de vista, por la elección del lugar desde el que la autora ha decidido hablar, el lugar desde donde nos muestra su mapa de composición, de identidad.

    El retrato de Roberta, como decía, es intimista, es una historia de vida íntima, pero la muestra muy abierta, se expone en completa confianza y desde el lugar más vulnerable y a la vez, paradójicamente, el que nos hace más fuertes, que es el reconocimiento de la propia herida.

    Virginie Despentes en el prólogo a “El bebé verde” habla de esa cuestión central sobre la que reflexiona ahora mismo la filosofía, que es la herida. Y Roberta nos habla, sin hablar, de la herida como lugar. Ese daño original, fundador, que es al mismo tiempo una brecha por donde entra la luz, donde hay posibilidades de cambio y de movimiento; es, sobre todo, el lugar más honesto desde el que comenzar el propio discurso, desde el que escribir y hablar; y esta composición nos devuelve, en esta historia de vida, una sensación de enorme fortaleza, de gran confianza. Ocultar la herida es una trampa, y visibilizarla nos hace fuertes, y nos hace fuertes, además, colectivamente.

    Roberta habla en su libro sobre la gran diferencia entre una víctima y alguien que está herido, son lugares distintos desde donde hablar. “No es lo mismo”- dice – “reconocer que se ha sido una víctima de violencia, que vivir como una víctima”.

    Roberta no habla desde el victimismo, sino desde la definitiva autoridad que otorga el reconocimiento de la propia herida. Uno de los elementos que produce la identificación inmediata con el bebé verde es, evidentemente, esa herida fundacional que vertebra la historia. Es el sentirse por imposición, obligatoriamente, fuera del mundo, el no encajar. No encajar por extrañeza propia muchas veces, pero otras, la mayoría, por esa respuesta violenta, agresiva, por no pertenecer a esa norma estandarizada; en este caso, por no pertenecer y reproducir los patrones de género que se emplean, como ya sabemos, de forma coercitiva y represiva. En este entorno, a las que somos verdes, por una u otra razón, el mundo se nos devuelve como un lugar hostil, como un lugar que nunca será seguro, el mundo nos falla.

    Y es aquí, en este punto de la historia de vida, en esa incipiente herida, donde se aparecen esos otros mundos que iluminan ese lugar, que empiezan a llenar de luz esa brecha y lo inundan con nuevas posibilidades. La autora compone su mapa con todos esos estímulos, alza una voz de enorme afectividad y nos tiende, también, la mano.

    Decía que siempre son los artefactos culturales, la música, los libros, las películas… las narrativas culturales son las que plantean a los individuos, las que plantean a la sociedad las preguntas que necesitamos hacernos en cada momento. Las buenas narrativas culturales son las que cuestionan, las interpelan directamente e invitan a reflexionar. Las estrellas que componen el mapa que Roberta cartografía en su novela son las que nos dijeron que todo podía cambiar, que todo podía ser transformado, ser distinto, y que estaba en nuestras manos decidirlo, y que quizá no iba a ser fácil, pero que no era, desde luego, imposible.

    Estoy seguro y, bueno, ya es una realidad, que El bebé verde, como artefacto cultural, como historia de historias, va a suponer un rayo de luz y una mano tendida para otras y otros verdes, bebés y no tan bebés, que estén también heridas, que estén también heridos, o que, simplemente, necesiten estímulos y tiempo para saber quiénes son. Así que gracias a Roberta por haber alzado esta voz tan poderosa.

 

 

 

 

 

 

 

David Bowie, IVAM, Enero 2017.

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Cuando Rafa me invitó a esta mesa a hablar de David Bowie y el género pensé que sobre este tema se podría realmente escribir un libro y que tenía que concretar muy bien qué quería decir para no pederme. No sabía exactamente como enfocarlo porque tanto el género como su manifestación en la persona de Bowie son temáticas muy complejas que hay que atajar muy bien para, que en un espacio de tiempo tan corto como el que tengo lo que quiero decir quede claro y el mensaje no se pierda. Después de darle muchas vueltas decidí llevar a Bowie y su performatividad del género a mi terreno, a lo que uso normalmente en mi trabajo como modo de expresión; y eso es lo personal y lo autobiográfico.
Una tarde de julio de 1972 la vida de un montón de personas, mayoritariamente niños y adolescentes que sentían que no encajaban , estaba a punto de cambiar. Ese día David Bowie hacía su primera aparición pública como su álter ego “Ziggy Stardust” en el programa de máxima audiencia “Top of the Pops” cantando “Starman”. Ese fogonazo catódico, esa actuación de tres minutos y algunos segundos de elegante puterío, androginia marciana, altivez, colores chillones y guitarras cortantes, escandalizó a una Inglaterra que había despenalizado la homosexualidad solo unos años antes, abriendo al mismo tiempo un brillante camino de baldosas amarillas a esos niños y adolescentes outsiders. La famosa cita de Gil-Scott-Heron “la revolución no será televisada” toma un nuevo significado aquella tarde de 1972, algunas revoluciones si que son televisadas. “Morrissey” habla de las bandas y cantantes Pop en su niñez , la década de los 70, en estos términos “la música sonaba a todo volumen y salvajemente, apuntando siempre hacia la luz, hacia la salida o hacia la entrada, hacia el individualismo y hacia la curiosa pero perturbadora idea de que a lo mejor la vida podía ser vivida como uno desease vivirla”, cuando tu mundo cambia estás cambiando el mundo, esas pequeñas revoluciones son las grandes revoluciones, y a mi juicio las únicas posibles. David Bowie trajo a los hogares del Reino Unido y más tarde a los del resto del mundo, un universo que a él le fascinaba: La subcultura gay americana, la Velvet Underground, el mundo de las trans de la Factory de Andy Warhol, el Berlin de Christopher Isherwood, la luminosa decadencia de los cabarets de la era Weimar y el glamour hechicero de la actriz Marlene Dietrich, el hombre mejor vestido de Hollywood. Marlene Dietrich, esa otra gran revolucionaria del género, la mujer dandy por excelencia y abierta bisexual en el conservador Hollywood dorado, de quien se llegó a decir “que tenía sexo pero no género identificable” fue una grandísima influencia para Bowie a quien rinde tributo en la portada del Hunky Dory, y de quien podríamos decir que se “traviste” en el personaje de The Thin White Duke; Bowie es a mi juicio a la música lo que Marlene fue a la historia del cine, incluso la invisibilidad pública en sus últimos años tiene claros referentes a la desaparación premeditada de Marlene en los medios de comunicación en el crepúsculo de su vida. Decía que Bowie se apropió de todo eso que le fascinaba y lo pasó por el filtro de su propia personalidad creando varias “personas” , desde “Ziggy Stardust” a su última encarnación como “siniestra estrella negra “vaticinando su propia muerte; metiendo de paso a través del mainstream en la cultura popular un mundo hasta entonces oculto y subterraneo. Cierto es que antes de Bowie estuvo Elvis agitando la mirada heteronormativa a golpe de cadera o Marc Bolan con sus boas de plumas y su maquillaje, pero eran heterosexuales y eso en cierto modo los ataba a la norma, tranquilizaba la mirada del público “se maquillan y se mueven como zorras, pero bueno, son nosotros, no el otro”. Bowie si era el “otro”, se declaró homosexual en ese mismo año de 1972 y da igual si lo era o no, haciéndolo trajo lo LGTBIQ a la palestra de manera espectacular y efectiva, ayudando así de paso a salir del armario a un montón de lesbianas, gays, bisexuales, personas trans y heterosexuales con maneras disidentes de entender la sexualidad. Y aquí vuelvo al género y a su capacidad desestabilizadora cuando crea zonas grises, imágenes en las que no es sencillo catalogar a alguien de manera clara como hombre o mujer. David Bowie no tenía género, era el máximo exponente de la célebre cita de Rupaul “nacemos desnudos y el resto es disfraz”, todo en él era un ir de lo masculino a lo femenino sin ser ni una cosa ni otra, era el dandismo decadente del fin de siglo: un rebelde que se vestía no para gustar sino para escandalizar, para desligarse de los demás y no para pertenecer, para brillar como un perro de diamantes. Volviendo a esa primera actuación en Top of the pops, esos tres minutos de televisión cambiaron la vida y trajeron luz a la existencia de un montón de gente que luego crearon grupos Punks, post-punk o nuevos románticos como Sid Vicious de Sex Pistols, como Siouxsie Sioux de Siouxsie and the Banshees, como todo los blitz kids: desde Steve Strange de Visage a Marilyn pasando por Boy George de Culture Club, Annie Lenox de Eurythmics o Pete Burns de Dead or Alive (en realidad esa influencia llega hasta nuestros días, qué sería de Lady GaGa sin Bowie?, cómo hubiese sido el Brit Pop sin un Jarvis Cocker de Pulp o un Brett Anderson de Suede, clarísimos herederos de la pluma aristocrática del hombre de las estrellas?). Todos estos personajes rompieron en su mayoría las barreras del género, no sólo a través de su aspecto sino también no amoldándose a lo que se supone que puedes o no puedes hacer según seas un hombre o una mujer, las chicas se maquillaron como rameras, eran fuertes y crearon grupos que distaban mucho de la figura dulce y “femenina” de las girl bands de los sesenta y los chicos también se maquillaron como rameras y se atrevían a hablar en público de su homosexualidad o bisexualidad, dejando de lado las poses de macho, apostando por una nueva masculinidad amanerada y afilada como una navaja.
Y aquí entra lo personal. Una tarde de 1983 yo tuve mi propia revelación televisiva. Sentada con mi madre viendo el programa “La tarde” aparecieron los ojos ultramaquillados de Boy George en pantalla con una voz en off que decía “no son los ojos de una mujer, son los ojos de un hombre”, como esa pequeña niña transexual que era en aquella España gris ( que salvando las distancias, era muy parecida a la Inglaterra también gris de los suburbios de los años 70) ver a Boy George por primera vez me supuso un mazazo en la cabeza que me la abrió en dos para descubrime ese mundo de luz e individualidad al que se refería Morrissey, el género “ser un hombre o una mujer” era otra cosa distinta a lo que me rodeaba y en ese momento y de manera inconsciente supe que si podía ser la niña que era en realidad y no el niño que todos decían que era. Boy George es uno de “los hijos de la noche” que nacieron a raíz de Bowie y su Ziggy Stardust, y a través de él descubrí a Bowie y a través de Bowie descubrí que te puedes maquillar como una puta de babilonia mientras bailas al ritmo de la música, o bien puedes vestirte de manera sobria como el duque blanco, que puedes atraer las miradas engalanándote o quitarte todas las máscaras y pasar desapercibida, que puedes ser tú, que debes de ser tú y que ese ser tú tiene tantas maneras de ser como esa gama de grises que Bowie uso con diabólica elegancia desde lo masculino a lo femenino, obviando esos blancos y negros absolutos que se supone son el género.. Que podía ser la mujer que soy pero que no tenía porque ser tonta, que podía ser inteligente, que no tenía que estar en este mundo mundo para complacer la mirada masculina, sólo para complacer la mía propia, que podía rebelarme, que podía ser “rara” y serlo con estilo. La influencia enorme de Bowie en la cultura de lo Queer, el feminismo y las teorías del género tiene un poder primario, atávico, casi primitivo. Ese poder descansa mayoritariamente en su imagen difundida de forma masiva en la cultura popular, y las imágenes han sido siempre elementos transformadores, un espejo en el que mirarte, un vínculo inconsciente a algo que te da, a algo que te permite y te deja ser. La imagen de Bowie está desde luego más cercana a la de las diosas paganas que a lo de los santos católicos, porque no nos condena, nos salva, nos susurra al oido que podemos ser héroes. Los freaks nunca hubiéramos estado tan orgullosos y orgullosas de serlo sin alguien como Bowie. Gracias David Bowie.